A estas alturas de desarrollo de la sociedad capitalista, sobra explicar otra vez la importancia de la publicidad para dar a conocer un producto y, especialmente, para construir una marca, un concepto que acabe traduciéndose en un deseo, en una necesidad imperiosa, en un acto de consumo.
También está de más constatar el coste millonario (en euros!) de buena parte de los proyectos públicos y privados: la construcción de una piscina o un polideportivo, de autopistas, puentes y aeropuertos (a veces sin aviones), trenes de alta velocidad (a veces sin pasajeros con prisa), calles y urbanizaciones, ciudades enteras y un largo, larguísimo etcétera.
Lo que sí es preciso evidenciar es como, una vez invertidos esos miles de euros en campañas publicitarias, webs, anuncios en prensa, dípticos, trípticos, flyers, tarjetas y tarjetones, paseos, calles y ciudades, autopistas, aeropuertos, trenes y catenarias, parques y jardines, pistas de esquí y complejos industriales, a muchos se les olvida tener el detalle de contratar a un mísero filólogo, o incluso a un aprendiz de ello, para no cometer faltas de ortografía, para no construir frases incorrectas o, peor aún, incomprensibles o, peor aún, confusas.
Porque una cosa es que una persona con más o menos formación académica e inquietud cultural, empujada por las circunstancias, decida emprender una nueva empresa y, ante la desolación, se dedique a redactar carteles, muchas veces manuscritos, capaces de sacarnos una sonrisa, como el que encabeza este artículo y que alegraba los cristales grasientos de una gasolinera: “Se vende hielo frío”; o uno que colgaba de una farola: “Se pintan casas a domicilio”; o lo que escribió el propietario de un bar en su pizarra exterior: “Te tomas un vino, te invitamos a otro, y sólo pagas dos”. Esta última ya no parece tan ingenua. Una cosa es esto y otra muy distinta es reírse de la gente: hay que gastarse cuatro perras en hacer las cosas bien, aunque sólo sea por vergüenza, por respeto a los demás, por no echar por la borda todo el trabajo bien hecho.
De esta manera nos hubiésemos ahorrado ver anuncios de unos conocidos grandes almacenes, a página entera e insertados en la prensa española durante más de una temporada, con el pronombre “ti” acentuado. O los dípticos de una conocida red de venta de material informático que nos ofrecen la posibilidad de pedir un “presupost” (así, en catalán y con una sola ese); eso sí, sin ningún compromiso. O la vergüenza ajena de recibir la factura por la compra de un vehículo (de casi cincuenta mil euros) con más de diez faltas de ortografía. O nos ahorraríamos, todavía hoy, el desengaño de pasear por un bonito paseo marítimo (pongamos el de Cambrils), con costosas playas esculpidas con el esfuerzo de los dineros de sus ciudadanos (y con el que se dejan sus visitantes), rodeadas de unos austeros pero magníficos jardines de vegetación baja típicamente mediterránea, que lucen unos carteles bilingües (castellano/catalán) con una falta de ortografía que se extiende a lo largo de los seis o siete kilómetros de su parte sur: “no trepitjeu”, así, con jota, con total impunidad, durante más de un año. Inmutable.
Y ante la crisis, en lugar de ahorrar en traer la arena del fondo del mar, o en colocar una a una piedras gigantes que ayuden a conservar cada metro de playa, o en lugar de prescindir de la madera tropical que bordea el paseo, o de la plantación de un jardín, nos dirán que tenemos que ahorrar los 50 euros que cuesta corregir una frase en cualquiera de nuestras dos lenguas oficiales.