9.18.2011

Bla bla bla (Diari Tarragona, 16 de setembre)


Otra vez. La pesadísima cantinela del castellano en Cataluña y los derechos de las familias a que sus hijos estudien en la lengua que les dé la gana. La cancioncilla de las multas lingüísticas y de la persecución de los castellanohablantes. Y bla bla bla.

Son las siete menos cuarto de la mañana y saco a pasear a los perros. Me encuentro a dos vecinos, los dos hablan castellano. Con uno sigo hablando catalán y él sigue haciéndolo en castellano; y con el otro (que ya tiene más de setenta años) hablo siempre en castellano. Me preparo el desayuno y sólo un tarro de mermelada, que finalmente no utilizo, está etiquetado en catalán (es una marca blanca del supermercado Esclat). El resto: el café, galletas, tostadas, cereales, yogur, todo en castellano.

Son las siete y media, preparo los biberones de mis dos hijos: todo en castellano (el agua, la leche, los cereales). Sintonizo distintos canales de televisión: sólo tres emiten en catalán. Termino, apago y salgo de casa. Mientras espero la llegada del autobús, tomo un café: la camarera habla castellano, el nombre del bar está en castellano, todos los carteles, pizarras, cartas, menús e indicadores del bar están en castellano (al lado de la cafetera hay dos carteles en catalán que reservan el derecho de admisión, no permiten vender bebidas alcohólicas a menores y recuerdan que existen hojas de reclamaciones). La televisión sintonizada en el bar también emite en castellano, los periódicos que compran también están escritos en castellano. Subo al autobús: el conductor habla castellano. Entro en un quiosco y prácticamente todos los periódicos y revistas y libros están en castellano. La dependienta, en buen castellano, me da los buenos días y me advierte que la versión de La Vanguardia que estoy a punto de comprar está en catalán: le digo que ya lo sé, que la prefiero en catalán y le agradezco la preocupación.

Hoy tengo que hacer unas cuantas gestiones laborales: en el Servei d'Ocupació de la Generalitat (antes Oficina de Treball de la Generalitat, y antes Instituto Nacional de Empleo; demasiados collares para tan poco perro) me atienden en castellano y me dan los impresos en bilingüe; en la Seguridad Social me atienden en catalán pero los impresos que necesito no están disponibles en catalán: se han agotado (aunque parece mentira, ya que nadie, absolutamente nadie entre la gente que conversa mientras espera su turno, lo hace en catalán). Terminadas las gestiones, llevo a uno de mis hijos a vacunar y la pediatra habla castellano. Compro paracetamol y todas las instrucciones están en castellano, aunque en la farmacia me atienden en catalán. Y bla bla bla.

Cualquier persona con un espíritu mínimamente científico puede hacer el experimento: sólo hace falta comprarse una libretita e ir anotando en que lengua habla la gente con la que se cruza a diario, anotar cuantas personas se le dirigen en catalán y cuántas lo hacen en castellano, cuántas cambian de una lengua a otra cuando uno no lo hace, anotar con cuantos escritos se enfrenta a diario en catalán y en castellano, cuantas películas ve en catalán y cuántas en castellano, a cuantos videojuegos en catalán y en castellano juegan sus hijos, etc, etc. Hagan el experimento, por favor.

Y entonces explíquenme dónde está el problema en que los niños y las niñas estudien sus materias en catalán y en que, como buenos españoles, aprendan dos de las lenguas más habladas en España, a un nivel de competencia igual al que tienen los niños y las niñas en los territorios monolingües de España. Explíquenme dónde está el problema si en el ámbito escolar la lengua más utilizada es el catalán (que no la única, ya que muchos profesores vehículan las clases en castellano; y en algunos institutos incluso son mayoría los que así lo hacen).

Y entonces, cuando todo este bla bla bla se agote, nos podremos centrar en lo que no funciona de verdad: por qué los presupuestos de educación son tan raquíticos, por qué los profesores están tan poco preparados, por qué el sistema educativo no premia y promociona al personal más eficiente, por qué los alumnos no tienen una buena competencia lectora y escrita ni en catalán ni en castellano, por qué nadie aprende inglés a pesar de estudiarlo año tras año; y tantas, tantas cosas que deberían funcionar para poder construir un país con ciudadanos bien educados.

9.12.2011

Nomenaments vergonyosos

Avui, per enèssima vegada des que estic a les llistes d'ensenyament, educació o com es digui el ditxós departament que només sap canviar de nom; avui, deia, també hi ha hagut nomenaments. I altra vegada m'han passat al davant. Al departament, després de fer la cua de rigor i d'enfrontar-se a les mirades de tots els funcionaris que guaiten de reüll la cara de desconcert que fem els que entrem en aquella sala i no sabem a qui ens hem de dirigir, no m'han tornat a dir que la culpa és del programa informàtic que adjudica les places i prou. Avui, he anat a buscar directament la persona que fa els nomenaments de secundària i m'han dit que resulta que la plaça que hi havia vacant era de l'aula d'acollida i que jo no tenia marcada la casella de l'aula d'acollida. Ves per on. Jo, que he treballat en més de 20 instituts en 6 anys, que he fet classes a tots els nivells de secundària. Jo, que he estat a les aules d'acollida més selectes del país, que he fet classes de català, de castellà, de teatre, de socials, d'educació ètico-cívica, de ciutadania. Jo, que he tingut els horaris més inversemblants (el curs passat feia mitja jornada de dia i mitja de nit, entrava a les 8 del matí i sortia a les 10 de la nit tres dies a la setmana). Jo, que m'he presentat i he aprovat amb notable totes les oposicions a les que m'he presentat. Jo, que he fet tot el que se m'ha manat, que he anat on ha convingut durant 6 anys, ara resulta que no tinc activada la caselleta de l'aula d'acollida i em perdo treballar a Reus durant tot el curs i algú amb 7000 números d'ordre més que jo: PREMI!

I fa una setmana, el premi va tocar a un altre perquè ell preferia el tarragonès i jo el baix camp, i resulta que la plaça era al tarragonès i van tenir el detall de donar-li la plaça a l'altre, tot i que jo estic disposat a anar on calgui i estic situat uns quants milers de números més amunt. I resulta que la funcionària inútil de torn que cobra per atendre els qui volem adreçar-nos a la Delegada Territorial, no vol concedir-me el beneplàcit de tenir una entrevista amb la Delegada Territorial perquè no em dóna la gana de dir-li de què vull parlar amb la delegada; i a sobre amb la prepotència de qui sap que ningú no la podrà fotre fora del curro ni amb aigua calenta, s'apunta el meu nom complet, el meu telèfon i el meu dni però es nega a donar-me el seu nom complet perquè jo no pugui fer una reclamació i deixar constància de la seva ineficiència laboral.

I tot això, perquè tinc la sort de poder agafar el cotxe de Cambrils i plantar-me a Tarragona tants matins com calgui i fer la cua que calgui i deixar-me trepitjar tan com calgui, perquè si no, encara espero que algú em contesti els correus a l'adreça de consultes que diuen que hi ha disponible, o que algú es digni a atendre'm per telèfon.

Una vergonya. A això, a aquest tracte abusiu, a aquest despropòsit, se l'anomena assetjament laboral. I és especialment greu quan un pot demostrar la seva competència laboral. Només cal preguntar als equips directius dels centres on he estat destinat. És per això que he decidit denunciar el departament per assetjament i fer-ho també davant del Síndic de Greuges de Catalunya (identificador de la denúncia: 25168). L'educació, l'ensenyament o com li volgueu dir, d'aquest país es mereix uns bons professionals, competents, entregats a la seva feina, i no un ramat de bens que fan anar amunt i avall en funció del vent que un funcionari en cap decideix que ha de bufar o deixar de fer-ho.

9.10.2011

El mejor de los mundos (publicat al Diari de Tarragona dv, 2-9-11)


Vivo, vivimos, en el mejor de los mundos posibles. Lo descubrí de repente, como una iluminación, en la primavera de 1996 —precisamente el año internacional para la erradicación de la pobreza—, poco después de tomar tierra en Londres y vagar sin rumbo durante un par de días en una naufragio planificado. Arribé mucho más allá de la zona 5, en la periferia: unos inmensos campos de entreno de rugbi que a finales de primavera se convertían en un campo de refugiados: treinta y seis literas, setenta y dos personas en seis o siete tiendas de campaña gigantes a un precio simbólico que nadie te obligaba a pagar.

La gente entraba y salía, bebía y comía a todas horas. Me senté a esperar y observé como salían punkies italianos, con las crestas impecables, de esos black cabs (los taxis característicos de Londres, y los más caros de la ciudad), que los acercaban a las puertas del camping benéfico; observé también como dos estudiantes de biología flamencos, becados por su universidad y su municipio para contemplar el espectáculo botánico del florecimiento de una flor maloliente que sólo duraba 24 horas, se emborrachaban de whisky y acababan comprando las fotos del acontecimiento a un periodista local para poder justificar el viaje y el dinero invertido en su aventura.

Allí conocí a Thomas. Un pelirrojo de más de 100 quilos que había huido de su país, Suiza, cansado de no conseguir que lo dejaran vivir en la calle, sin domicilio fijo y sin recibir ninguna ayuda oficial o de su familia. Él sólo quería vagar por las calles, dormir en el suelo público y alimentarse de las circunstancias cambiantes de cada día. Y por qué dormía en un camping del extrarradio londinense si lo que quería era vagar por las calles sin domicilio fijo? Pues porque en primavera el camping se llenaba de jóvenes de todo el mundo con ganas de conocer a un pelirrojo suizo de más de 100 quilos harto de no poder vivir sin domicilio fijo. “Se puede renunciar a todo menos a estas francesas vegetarianas”, me confesó Thomas, señalando con la cabeza a un grupo de seis o siete chicas que bebían cerveza y reían en una mesa cercana.

Y es que nosotros, europeos con pasaporte europeo, nos quejamos incluso de vivir en el mejor de los mundos posibles. Un mundo dónde entre todos hemos acordado no dejarnos vagar por las calles, no dejarnos morir de inanición, curarnos y educarnos (incluso cuando no queramos ser curados o educados). Nos quejamos de viajar siempre con billete de vuelta, de ver la miseria a través de una cámara de vídeo. Y a veces sentimos la tentación de abandonarnos a la cruel naturaleza, de volver a ser esa cebra asustada que pace en la sabana, temerosa de cualquier ruido entre la vegetación próxima. Pero cuando el león se acerca siempre tenemos la certeza de que alguien saldrá de entre la maleza y le disparará una bala entre ceja y ceja.

Quizá ahora, en plena crisis económica, sea un buen momento para alegrarnos de vivir en el mejor de los mundos posibles y hacer un balance honesto. Y empezar a tener claro qué es lo irrenunciable y a qué deberemos renunciar para vivir de verdad en el mejor de los mundos posibles y no en el mejor de los continentes posibles.

Jordi Barberà Argilaga

9.02.2011

Más recortes (publicat al Diari de Tarragona, divendres 19 d'agost)


Un decenio, doce, quince años: y una nueva crisis. Esta vez financiera. Esta vez parece que por culpa de la especulación de los mercados financieros, que se dedicaron a empaquetar deuda: manzanas podridas bajo un celofán estrellado (el truco más viejo del mundo, el truco más viejo de la publicidad, el truco más viejo de los estafadores). Pero los viejos trucos siempre funcionan —la única premisa es no abusar de ellos, de ahí el carácter cíclico de la economía—; se trata de jugar con los instintos más bajos del ser humano: con su codicia, su vanidad, sus inseguridades: yo te dejo dinero y tu te lo gastas; cuando se te acabe yo te dejaré más; y cuando ya no te acuerdes de lo que cuesta ganarlo, cierro el grifo, me quedo con todo lo que has comprado con mi dinero y me sigues debiendo todo el dinero que te dejé. Y si por el camino algo no me sale como esperaba, o no me sale a cuenta el negocio, rompo la baraja y a tomar viento. Así de simple. Así de fácil.

Y al tiempo que todos jugábamos al Monopoly, la administración se hinchaba con las plusvalías de tanta prosperidad: se construían polideportivos parecidos en pueblecitos cercanos, piscinas y gimnasios municipales, jacuzzis para el bienestar de sus 150 habitantes, teatros para poder ver las mismas obras que ya se programaban a quince kilómetros sin necesidad de salir del pueblo, facultades con centenares de catedráticos y profesores para decenas de alumnos (la universidad da para unos cuantos artículos); ayuntamientos de menos de 250 habitantes con alcaldes a sueldo, miles de concejales, consejeros comarcales, presidentes de consejo, diputados y presidentes de diputación —ya me disculparán que no abuse de las mayúsculas—, delegados territoriales de la Generalitat, diputados y consejeros autonómicos, presidentes de gobierno, de parlamentos y de senados, delegaciones del gobierno central, diputados y senadores del Gobierno de España, parlamentarios europeos —todos con sus sueldazos, sus cohortes, sus carros, sus soldados, sus dietas, sus reuniones, sus desplazamientos, sus teléfonos, ordenadores, twitters, facebooks, secretarios, gabinetes de comunicación, sus vergonzosas pensiones—; cargos de confianza (algunos sin formación ni experiencia en sus cargos), funcionarios y profesores y maestros —escogidos con criterios del siglo XIX, ante tribunales arbitrarios, sin derecho a recibir una explicación sobre el aprobado o el suspenso.

Y policías, sí. Eso sí. Muchos policías y muchas cárceles. Para garantizar nuestra seguridad, la de nuestros políticos, la de nuestro sistema financiero —entretanto, el Paseo de Gracia se llena de señores Núñez y Millet y Prenafeta y Muñoz, paseando su impunidad. Policías que aplaquen el golpe, la caída; hasta que dentro de un par de años o un lustro todo vuelva a su sitio y volvamos a sonreír y empecemos de nuevo a amasar el sueño de ser todos ricos y propietarios, sin distinción de clase social ni de raza ni de nada. Y un decenio más tarde, otra vez la soga en el cuello. Las escuelas de negocios (esas que encumbran a nuestro país a las más altas esferas de la inteligencia económica) ya habrán inventado o justificado una nueva manera de estafarnos a todos y, cuando todo vuelva a estallar, los periódicos volverán a llenarse durante años con los pormenores de la estafa. Y saldrán por la tele los mismísimos estafadores explicando, como si la cosa no fuera con ellos, como las moscas acudían al panal de rica miel y como morían asfixiadas por la gula y la lujuria de ese festín programado y pensado por ellos mismos. Y se divertirán de nuevo con sus hipótesis y predicciones. Como si contemplaran un espectáculo pirotécnico.

Quizá sí que podríamos empezar a recortar. Podríamos empezar por cerrar las escuelas de negocios que servían para adoctrinar a los especuladores y empaquetadores de manzanas putrefactas. O por aglutinar ayuntamientos hasta gestionar un número de habitantes suficientes para disponer de unos determinados servicios regulados por ley; y, en consecuencia, acabar con las administraciones supramunicipales y demás reinos de taifas. O por vaciar los ministerios que tienen traspasadas las competencias a las autonomías, o los que las tienen traspasadas, de facto, al gobierno europeo. O por agrupar a todas las universidades públicas catalanas bajo una misma marca; racionalizando y descentralizando, claro. O por clausurar las líneas de AVE llenas de polvo y los aeropuertos fantasma; y encerrar, de paso, a los que los mandaron construir.

Podríamos empezar por muchos sitios, pero sólo a ellos se les ocurriría empezar por nuestra educación, por nuestra cultura y por nuestra salud.