9.10.2011

El mejor de los mundos (publicat al Diari de Tarragona dv, 2-9-11)


Vivo, vivimos, en el mejor de los mundos posibles. Lo descubrí de repente, como una iluminación, en la primavera de 1996 —precisamente el año internacional para la erradicación de la pobreza—, poco después de tomar tierra en Londres y vagar sin rumbo durante un par de días en una naufragio planificado. Arribé mucho más allá de la zona 5, en la periferia: unos inmensos campos de entreno de rugbi que a finales de primavera se convertían en un campo de refugiados: treinta y seis literas, setenta y dos personas en seis o siete tiendas de campaña gigantes a un precio simbólico que nadie te obligaba a pagar.

La gente entraba y salía, bebía y comía a todas horas. Me senté a esperar y observé como salían punkies italianos, con las crestas impecables, de esos black cabs (los taxis característicos de Londres, y los más caros de la ciudad), que los acercaban a las puertas del camping benéfico; observé también como dos estudiantes de biología flamencos, becados por su universidad y su municipio para contemplar el espectáculo botánico del florecimiento de una flor maloliente que sólo duraba 24 horas, se emborrachaban de whisky y acababan comprando las fotos del acontecimiento a un periodista local para poder justificar el viaje y el dinero invertido en su aventura.

Allí conocí a Thomas. Un pelirrojo de más de 100 quilos que había huido de su país, Suiza, cansado de no conseguir que lo dejaran vivir en la calle, sin domicilio fijo y sin recibir ninguna ayuda oficial o de su familia. Él sólo quería vagar por las calles, dormir en el suelo público y alimentarse de las circunstancias cambiantes de cada día. Y por qué dormía en un camping del extrarradio londinense si lo que quería era vagar por las calles sin domicilio fijo? Pues porque en primavera el camping se llenaba de jóvenes de todo el mundo con ganas de conocer a un pelirrojo suizo de más de 100 quilos harto de no poder vivir sin domicilio fijo. “Se puede renunciar a todo menos a estas francesas vegetarianas”, me confesó Thomas, señalando con la cabeza a un grupo de seis o siete chicas que bebían cerveza y reían en una mesa cercana.

Y es que nosotros, europeos con pasaporte europeo, nos quejamos incluso de vivir en el mejor de los mundos posibles. Un mundo dónde entre todos hemos acordado no dejarnos vagar por las calles, no dejarnos morir de inanición, curarnos y educarnos (incluso cuando no queramos ser curados o educados). Nos quejamos de viajar siempre con billete de vuelta, de ver la miseria a través de una cámara de vídeo. Y a veces sentimos la tentación de abandonarnos a la cruel naturaleza, de volver a ser esa cebra asustada que pace en la sabana, temerosa de cualquier ruido entre la vegetación próxima. Pero cuando el león se acerca siempre tenemos la certeza de que alguien saldrá de entre la maleza y le disparará una bala entre ceja y ceja.

Quizá ahora, en plena crisis económica, sea un buen momento para alegrarnos de vivir en el mejor de los mundos posibles y hacer un balance honesto. Y empezar a tener claro qué es lo irrenunciable y a qué deberemos renunciar para vivir de verdad en el mejor de los mundos posibles y no en el mejor de los continentes posibles.

Jordi Barberà Argilaga

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