El “product placement” es una forma de publicidad alegal que consiste en emplazar anuncios, como quien no quiere la cosa, en medio de escenas de películas y series televisivas. Este tipo de publicidad, que ahora empieza a regularse en nuestro país, es la que nos permite ver series de la televisión catalana en las que los personajes conversan mientras beben una cerveza Estrella Damm o un Cacaolat calentito, y se encuentran por casualidad mientras compran Llet Nostra, queso Cadí y Yogur La Fageda en un supermercado Condis.
También el “product placement” es el culpable de que los desayunos en familia de muchas series españolas se conviertan en despliegues inacabables de zumos, galletas, cereales y productos lácteos en general; o que las adolescentes siempre sigan algún régimen de adelgazamiento, se recomienden cremas hidratantes o contra el acné, o que la regla les venga por sorpresa y necesiten intercambiar compresas extrafinas con alas o tampones.
Esta forma de publicidad no es ilegal, pero tampoco se contabiliza en los tantos por ciento de minutos publicitarios que las televisiones están autorizadas a emitir; eso sin tener en cuenta la ambigüedad de los ingresos obtenidos bajo este concepto: quién puede asegurar que la productora ha obtenido algún ingreso por hacer circular al protagonista de una película en un Mini Cooper Cabrio del grupo BMW y haberle puesto en la muñeca un reloj Patek Philippe 5116G White Gold, mientras se protege del sol con unas gafas Fendi 411 Aviator?
Pero si ustedes son consumidores habituales de cine y de ficción televisiva, todo esto que les cuento no les parecerá nuevo. La novedad es que Telecinco (o mejor dicho, la concesionaria publicitaria del grupo Mediaset España) ha empezado a emplazar publicidad de producción propia dentro de series que ellos mismos habían producido con anterioridad; y se disponen ya a ampliar la experiencia a series producidas por otros. Series que, a su vez, ya incorporaban sus “product placement”. No hace falta ser muy listo para deducir que esta técnica multiplica las posibilidades de obtener ingresos publicitarios en este concepto, a la vez que multiplica los impactos publicitarios que recibimos mientras miramos un producto audiovisual (aunque se supone que también divide la eficacia del impacto).
Si el experimento funciona, que funcionará, podremos ver marcas muy enraizadas en nuestro territorio (por ejemplo este mismo periódico) anunciadas en carteles luminosos de Nueva York o San Francisco, de Toquio o Nueva Delhi. Y quizás llegará el día en que para poder ver bien el fotograma de una película deberemos estirar el cuello e intentar inútilmente sortear la publicidad que saturará las pantallas, como ya pasa en muchas ruedas de prensa de entrenadores de equipos de fútbol de la liga española, reducidos a la mínima expresión envueltos por la publicidad estática del panel que sirve de fondo, por los anuncios que van cambiando en la pantalla que soporta el micrófono y por las botellas de agua y de bebidas isotónicas que casi se salen de plano y que obligan al entrenador de turno a no moverse ni gesticular.
Jordi Barberà Argilaga