7.19.2012

Cuando la vida sigue sus propios designios


Entrado el siglo XXI y el tercer milenio desde el nacimiento de nuestro referente cultural más destacado hasta el momento, somos capaces de vivir cerca de ochenta años, de curar enfermedades hasta hace poco fatales, de viajar a la luna, de generar energía suficiente para desplazarnos, volar, iluminar, comunicarnos; somos capaces de entender y entendernos mejor, de colaborar y construir sociedades más justas y libres, de regular nuestras actividades y un larguíssimo etcétera que nos hace únicos.

Sólo de vez en cuando nuestra fortaleza, nuestro dominio de la naturaleza y los elementos, queda en suspenso: construimos un barco titánico que parece indestructible y un iceberg lo hunde: construimos una central nuclear en Fukushima, con los más avanzados sistemas de seguridad según estándares infalibles, y un tsunami provoca el desastre: esperas dos hijos mellizos y construyes un sinfín de sueños, imágenes idílicas, caminos que siempre conducen a la cima; imaginas errores que tu nunca cometerás, juegos, sonrisas, triunfos... Todo parece deslizarse con la misma naturalidad con que el agua del deshielo corre río abajo: pura, cristalina, transparente,... cada ecografía parece una fiesta de cumpleaños.

El día del parto, la naturaleza asoma la cabecita y lo que hace acto de presencia no se parece a tu hijo, sino a algo muy remoto que jamás ha aparecido, ni como una imagen borrosa, en ninguno de tus sueños. Se trata de algo que sólo ocurre a los demás, a tus vecinos; o que sólo sucede en los reportajes, en las películas, que sé yo: tu hijo tiene las orejas de implantación baja, la cabeza pequeña, los ojos achinados, la cara algo plana,...: todo indica, también las caras de susto de médicos e infermeros, que tiene síndrome de Down, aunque no lo sabrás con certeza hasta al cabo de un mes (un mes!) cuando recibas los resultados de un estudio genético y confirme que el sueño ha terminado y que ya estás de nuevo en el mundo real. Como aquel que espera con impaciencia que le regalen un perro para que le siga a todas partes, para llevárselo a correr todas las mañanas, ir a la playa, de excursión, pasear por las calles abarrotadas de la ciudad, tirarle palos y pelotas y que se los devuelva obediente, mandarle a comprar el periódico y poder dormir tranquilo bajo su siempre atenta vigilancia; y resulta que cuando abre el paquete se encuentra con un cachorro de gato.

Pasados unos días empiezas a agotar las lágrimas y los lamentos y te das cuenta, a ratos, que has tenido un hijo precioso y otro al que sólo has mirado como modelo de "normalidad". Y poco a poco aprendes a querer a cada uno tal como es, con su propia originalidad, con sus circunstancias; dejas de insistir en querer convertir el gato en perro y empiezas a valorar la independencia del gato, su estar ahí sin agobiar, sus persecuciones y saltos al vacío, su complicidad y ternura.