Sólo de vez en cuando nuestra fortaleza, nuestro dominio de la naturaleza y los elementos, queda en suspenso: construimos un barco titánico que parece indestructible y un iceberg lo hunde: construimos una central nuclear en Fukushima, con los más avanzados sistemas de seguridad según estándares infalibles, y un tsunami provoca el desastre: esperas dos hijos mellizos y construyes un sinfín de sueños, imágenes idílicas, caminos que siempre conducen a la cima; imaginas errores que tu nunca cometerás, juegos, sonrisas, triunfos... Todo parece deslizarse con la misma naturalidad con que el agua del deshielo corre río abajo: pura, cristalina, transparente,... cada ecografía parece una fiesta de cumpleaños.
El día del parto, la naturaleza asoma la cabecita y lo que hace acto de presencia no se parece a tu hijo, sino a algo muy remoto que jamás ha aparecido, ni como una imagen borrosa, en ninguno de tus sueños. Se trata de algo que sólo ocurre a los demás, a tus vecinos; o que sólo sucede en los reportajes, en las películas, que sé yo: tu hijo tiene las orejas de implantación baja, la cabeza pequeña, los ojos achinados, la cara algo plana,...: todo indica, también las caras de susto de médicos e infermeros, que tiene síndrome de Down, aunque no lo sabrás con certeza hasta al cabo de un mes (un mes!) cuando recibas los resultados de un estudio genético y confirme que el sueño ha terminado y que ya estás de nuevo en el mundo real. Como aquel que espera con impaciencia que le regalen un perro para que le siga a todas partes, para llevárselo a correr todas las mañanas, ir a la playa, de excursión, pasear por las calles abarrotadas de la ciudad, tirarle palos y pelotas y que se los devuelva obediente, mandarle a comprar el periódico y poder dormir tranquilo bajo su siempre atenta vigilancia; y resulta que cuando abre el paquete se encuentra con un cachorro de gato.
Pasados unos días empiezas a agotar las lágrimas y los lamentos y te das cuenta, a ratos, que has tenido un hijo precioso y otro al que sólo has mirado como modelo de "normalidad". Y poco a poco aprendes a querer a cada uno tal como es, con su propia originalidad, con sus circunstancias; dejas de insistir en querer convertir el gato en perro y empiezas a valorar la independencia del gato, su estar ahí sin agobiar, sus persecuciones y saltos al vacío, su complicidad y ternura.